DESDE CERO
Escribe un dialogo en el que un anciano le explica a un
niño, un deporte desconocido para él.
En la humilde estancia de una labriega casona situada en
una reducida población. Poco después de que el sol se desperezara de su rojizo
amanecer. Un joven abuelo se dispuso a preparar los indispensables bártulos
para su labor cotidiana.
Mientras tanto, su
adorado nieto, recién llegado de la cercana ciudad, donde había cursado el
último curso de primaria, y curioso por todo lo que su atareado abuelo, en todo
momento decidiera hacer. No tuvo por menos que preguntarle.
-¿Adónde vas, Abuelo? -Le preguntó con imprudente
impronta.
-Voy a hacer deporte. -Le dijo con determinante
expresión.
-¿A hacer deporte? -Le volvió a preguntar, dudando de su
increíble definición.
-Si quieres te vienes conmigo, y ya lo verás.
Abuelo y nieto,
salieron cruzando callejuelas, irregularmente empedradas, en la que abundaba
una gran cantidad de basuras ecológicas. Tales como cagarrutas de cabras que
corrían libremente en busca de su pastor y cajoneras de aparejados mulos que
portaban ataharres y angarillas, preparadas para el trasporte de mieses por
recolectar.
-Que mal huele. –Dijo el nieto, frunciendo su gesto a
modo de obstrucción respiratoria, ante aquel espeso aroma popular que seguidamente el abuelo
dulcificó manifestando que era olor a
vida natural. El que seguro, más adelante, sería tomado por él, como nostálgico
y añorado recuerdo de infancia.
Trascurrida una
pequeña andadura por un estrecho camino, por el cual había que andar salteando
toda clase de embarrizadas huellas, el fibroso abuelo dijo satisfecho.
-Ya hemos llegado, mira que vega más bonita. Aquí
plantaremos y cultivaremos, pimientos, tomates, lechugas y todo lo que podamos,
sin usar insecticidas ni ningún tipo de producto químico.
-Sí abuelo ¿Pero no decías que íbamos a hacer deporte?
-Sí, toma este amocafre que yo cogeré la escardilla.
Vamos a cavar la huerta.
-¡Ah! Eso no es deporte.
-Tú cava, y ya verás lo fuerte que te pones.
-Sí, pero en el deporte hay sobretodo competición.
-Y aquí también, ya que competimos contra los que
contaminan. Contra toda esa manufactura industrial que se empeña en vender
productos sintéticamente elaborados, contenedores de los más perversos engaña-
sabores. Competimos contra los culpables del cambio climático, que están
desertizando este mundo. Y contra los responsables de que disminuya la capa de
ozono, protectora de los dañinos rayos ultravioleta.
Competición que al
final ganaremos si potenciamos la agricultura ecológica y adoptamos un consumo
que mantenga el equilibrio de una exquisita naturaleza, que solo puede
supervivir si luchamos por ella con armas de labranza. En tus manos y en las
manos de jóvenes como tú, está el triunfo de una vida responsable y respetuosa
con nuestro querido planeta Tierra.
-Sí abuelo, me has convencido, practicaré este digno deporte que tú me has
enseñado, y de parte de nuestro dolido planeta Tierra, “ganaremos”.
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LA PANADERA
Ya hacia un buen rato
que la luz de la tarde había tomado un tono cobrizo, cuando el veinteañero
Emeterio echó en falta un poco de pan para la cena. Seguramente la cercana
panadería estaba a punto de cerrar, pensó el tímido estudiante, deseoso y
temeroso a la vez, por visitar aquel expositor de tostadas piezas de oloroso
pan, en el que destacaba el bello manjar de una panadera que siempre le
estimulaba el mayor de sus apetitos.
El delgado Emeterio empujó tímidamente la
entornada puerta del aromático comercio.
-¡Estoy
cerrando!-Respondió desde dentro la femenina y recia voz de Ramona, la
panadera.
-¡Ah, Si eres tú!
¡Pasa muchacho! ¿Qué deseas? Dijo con pícara sonrisa la sonrosada expendedora
de pan, que aparentaba estar en edad de óptima maduración.
Su reducida bata blanca, ceñía sin pliegues su
contorneada figura, cuya vigorosa realidad no necesitaba ser imaginada.
-¡Phis! -Le siseó
Ramona- ¿Que qué quieres?- Le reiteró con sabia socarronería.
-Sí, quería un
bollo.-Respondió con voz entrecortada el azorado joven, sin dejar de mirar
aquella rebosante hermosura que lo tenía gratamente hipnotizado. Pues sus
táctiles ojos habían escalado poco a poco hasta un desabrochado escote que
apenas podía sujetar unas amplias y aterciopeladas redondeces, concurrentes
hacia una dulce cañada donde cualquier mirada caería en precipitada cascada.
-Perdona muchacho,
vienes mucho por aquí pero no sé cómo te llamas.
-Sí, señora Jamona,
digo Ramona, yo me llamo Emeterio y paro en una cercana pensión, pues estudio
Ingeniería Técnica en la rama de electrónica, en la escuela de peritos de aquí,
de Málaga.
-¡Mira que suerte!-
Dijo la jovial panadera.-Precisamente necesito que un guapo experto como tú,
sintonice los canales de mi televisión,
que los tengo bastante desordenados ¡Anda, pasa! Y de camino te pongo una
cervecita y unas tapitas, que te veo falto de atenciones.
Como en la ocupada mente de Emeterio no
quedaba espacio para ninguna otra decisión que no fuera la de seguirla, sin
pensárselo avanzó detrás de aquel hermoso trasero, que se movía con vaivenes
que podían marear al más experto marinero, hasta llegar a una acogedora
habitación donde se encontraba la tele, una mesita y un gran sofá.
-Acomódate, hijo, que
yo te voy a preparar unos aperitivos que te vas a chupar los dedos.
Mientras él manipulaba el mando televisivo, ella le animó
a que bebiera y comiera de aquellos jugosos embutidos de tan buena
presencia, a los que pronto les dio fin.
-¡Tenias hambre, eh!
–Sonó tras de él la cálida voz de la hermosa Ramona, cada vez más cercana a su
nuca. Segundos después un elástico roce presionó sus espaldas, a la vez que
unas hábiles manos masajeaban sus endurecidos músculos cervicales.
-Estás muy tenso,
relájate.
Las expertas manos de la panadera deslizaron sus caricias hacia el
inexplorado pecho del muchacho, en el
cual, un tambor interior parecía querer salirse.
-Deja la tele y
sintonízame a mí, que estoy necesitada de que alguien me ponga a tono.
Con un sencillo movimiento el articulado sofá,
quedó trasformado en cama, mientras que ella, sin dejar de acariciarlo, lo iba
desnudando con el armonioso juego de sus manos. La desabrochada bata y las
pequeñas prendas interiores de la desenvuelta mujer, cayeron al suelo como muda
invernal que deja paso a una hermosa primavera.
-Ven aquí y no me
cojas frio.-Dijo la amante seductora mientras abría sus acogedoras caricias a
un receptor abrazo que arropó casi por completo a aquella cimbreante figura que
no paraba de mover cada uno de los seiscientos cincuenta músculos con los que
estaba dotado su fibroso cuerpo.
Aquellos dos cuerpos, seguramente viajaron a
alguna dimensión de indescriptibles coordenadas donde está permitido ir, pero
nunca quedarse, por lo que después de una prolongada estancia, tuvieron que
regresar de aquel placentero ensueño del que tardaron en despertar.
-Es tarde.-Dijo
ella.-Tendrás que irte.
-Sí, cada uno debe de
vivir su vida.-Dijo él mientras se vestía.
-Llévate tu bollo.-Le
recomendó ella preocupada por su desgastada vigorosidad.
-Si tú me lo dices me
lo llevaré aunque voy altamente satisfecho.
Al salir a la calle, el joven estudiante
percibió como lejano el bullicio que lo rodeaba, su algodonado cuerpo estaba
aislado de toda inclemencia exterior, sintiendo que casi levitaba. Más un aroma
de pan y besos lo acompañó como incrustado recuerdo de su existencia hasta que
su juventud llegó a una avanzada edad.
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