Érase una vez un poderoso rey llamado Makria que vivía en un
amplio castillo situado en la cumbre mas alta de sus domineos.
Todos sus mandatos eran trasmitidos a su pueblo a través de
autorizados mensajeros, los cuales en su nombre, dogmatizaban las leyes que
incuestionablemente debían cumplirse.
Como esta dedicación le ocupaba muy poco tiempo, además del
distanciamiento respetuoso que le rendían sus devotos súbditos; el alejado rey
sufría de una insoportable soledad y un inactivo aburrimiento que le hacían
sentirse vacío de sí mismo.
Muchas noches velaba atosigado por la misma desazón: la de su
corazón ansiando degustar los sabores del amor.
Dio orden a sus
mensajeros para que se presentaran ante él las más angelicales damas de su corte, aunque
ante ninguna de ellas sintió el intenso pálpito que necesitaba su real deseo.
Cansado, el desdichado rey, de la torpe genialidad para el amor de
sus distinguidos vasallos, optó por liberarlos de la tarea encomendada, rendido
a que ninguno de ellos le sirviera a la altura de su digna persona.
Así siguió, entre días atormentados por su obsesión y noches de
duermevela en las que deliraba soñando con hermosas féminas, sublimes e
irreales, semejantes a flores; candorosas y suaves, abiertas y sonrosadas, con
sus fragancias naturales; y se enamoraba de sus sueños, aunque al despertar,
nuevamente caía en el desencanto de su realidad.
Una mañana, paseando por su cuidado jardín, le vino a su real
entendimiento que quien cuidaba con tan exquisito saber de aquellas bellas flores,
debía de saber elegir con delicado primor a la amada que buscaba. Por lo que
llamó a su jardinero.
Un joven mozo, de torso
desnudo, llamado Asylo, dotado de fuertes miembros y ágil mirada, su piel
morena a causa de estar expuesta a soleados exteriores parecía tener dorados
brillos metálicos. Todo su ser desprendía hermosura, como si su cuerpo
recibiera el alimento de la esencia de su bello jardín.
La llamada de su majestad Makria, fue inmediatamente atendida por
su atenta presencia, adornada con su más servicial sonrisa. Seguidamente le
mandó que se vistiera con ropas decentes, aunque no demasiado lujosas y le dijo
que bajara a sus lejanos dominios para buscarle la dama cuya belleza superara a
las flores que él con tanto acierto cuidaba.
Anduvo y viajó por todos los caminos y ciudades portando el
mensaje de su poderoso señor, de buscarle la digna belleza que su grandeza
merecía.
El paisaje cambiaba, entre arbolados altiplanos y verdes valles,
seguramente cultivados por los
esforzados nativos de los lugares que a su paso recorría. Los pequeños caminos
a veces embarrados por las chorreras que desde la parte más alta los cruzaban,
era difícil proseguirlos sin que sus mal calzados pies, quedaran afectadamente
húmedos. No obstante su imperante cometido estaba por encima de cualquier
impedimento. Sus cansados sentidos pudieron ver y sentir, dorados amaneceres y
puestas de sol; oyeron cantar a la alondra y a la huidiza lechuza; se despertaron
con el canto de los gallos y se durmieron con los lejanos ladridos de los
perros. Descansaba donde podía; al raso, en cuevas o almiares, y cuando se le
acabaron las pocas viandas que traía, tuvo que alimentarse de toda clase de frutos
silvestres y de hierbajos dudosamente comestibles. Muchas lindas doncellas encontró, aunque
ninguna le pareció merecedora de ser intensamente amada.
Al fin de su extenuante
búsqueda, cansado y sediento se acercó a una fuente donde quiso aplacar
su sed, cuando de pronto a su lado, descubrió, envuelta en escasas y sencillas
ropas, la más dulce hermosura que ni en sueños pudiera haber admirado él.
Su cuerpo esbelto y cimbreante estaba contorneado por suaves
curvas perfectamente situadas; su piel clara y sedosa brillaba con tonos
rosados superando al terciopelo de la más bella flor, su cara redonda con
muecas simpáticamente infantiles contenía unos grades ojos que invitaban a
pasar, mirando, toda una vida a la
orilla de su azul.
Ella no dejó de sonreír mientras la miraba.
Él, embelesado por su hipnotizadora hermosura, cuando despertó un poco de su
trance emocional, se atrevió a preguntarle por su nombre—Omorfia—contestó ella,
enseñando el dulce aleteo de sus jugosos labios.
Entre confuso e iluminado por la belleza de la joven, intentó,
balbuceando, comunicarle el encargo de su señor; agregando que había encontrado
en ella, el más preciado tesoro que el deseo de su amo merecía.
Al preguntarle si quería
recibir alta estima del dueño de su mensaje; ella, absorta en la mirada de su
cercano admirador, sin apenas entender su pregunta, asintió, segura de que en
la futura eternidad, a todo le diría que sí.
Como el día
amenazaba con terminarse y el aspecto del joven delataba claros síntomas de
cansancio y hambre. La bella Omorfia, educada en la nativa costumbre de la
hospitalidad, no dudó en invitarle a su humilde morada.
Una sencilla
cabaña de paredes bajas y gruesas seguramente construidas a base de piedras
aglutinadas y bastamente enlucidas con una argamasa de barro mezclado con paja,
la cubierta era de empinado caballete y de chamiza: atados y cosidos juncos puestos
de forma que el agua de la lluvia resbalaba sobre ellos sin mojar el interior.
Por dentro era sencilla, apenas tres
compartimentos separados por mamparas fijas, construidas a base de
maderos sujetos con ramales y enlucidos con argamasa. En uno de estos
compartimentos que era bastante mayor que los otros, sobre la pared principal
había hacia arriba construida una chimenea en cuya base se encontraba la pava:
una lumbre compuesta de gruesa leña cubierta de basta paja, la cual ralentizaba
la combustión de todo el conjunto. Ésta
lumbre podía durar encendida todo el día.
Allí le invitó
a que secara sus ropas y lavara sus pies, ofreciéndole después una sencilla
comida basada en algunas codornices y patatas asadas en las brasas que apartó de la
mencionada lumbre, en cuyo derredor, sentados en unas sillas de enea y patas
cortas, se calentaban. Poco hablaron, tan solo sonriendo se miraban mutuamente con admiración.
A poco de amanecer el siguiente día, el cumplidor mensajero,
volvió rápidamente al elevado castillo para informar a su respetable dueño del
feliz encuentro; detallándole minuciosamente
todos los hermosos rasgos de la aspirante
a ser elegida por su exclusiva atracción.
Su altísima majestad, reconociendo en la entusiasmada explicación de su jardinero, la especial
belleza de la elegida dama, no quiso forzar la relación que entre ellos debía
de existir, por lo que evitando emplear
su poder, quiso conquistar el amor de la joven a través de poéticos mensajes de
enamorado. Así que volvió a mandarlo al encuentro con su potencial amada;
siendo ahora portador del sagrado mensaje que su máxima jerarquía le había encomendado.
Nuevamente, el leal Asylo se encaminó hacia su lejano destino,
aunque ahora, montado en el mejor caballo de la cuadra real: un brioso corcel,
bayo cebruno de levantada cabeza y noble mirada que pronto se adaptó al ágil
jinete que con tan suave maña lo guiaba. Trotó y galopó, cortando trochas hacia
su conocido destino, percibiendo a la vez un galope interior que espoleaba su
excitada premura, la que apenas le
dejaba tiempo para que su forzado caballo tuviera los necesarios descansos que
necesitaba su aliento.
Después de un corto viaje que a él se le hizo largo, divisó con
explosiva emoción el pequeño poblado donde habitaba la hermosa destinataria
de su mensaje. En el corazón de Omorfia, la frecuencia de varios
latidos, avisaron de la cercana presencia de un emotivo estimulo cardiaco.
Salió fuera alborotada y escuchó el tropel de unos cascos que apresuradamente
se acercaban. Su sonrisa se abrió como un amanecer de primavera al verlo llegar,
se saludaron tan de cerca que ambos
tuvieron que sujetar el mutuo deseo del abrazo. Ella, animada y
diligente, guió al recién llegado, para que amarrara y alimentara en el lugar más idóneo a su cansada montura. A
continuación le facilitó una gran zafa
donde podía lavarse las partes más expuestas de su cuerpo. Posteriormente le
sirvió una gran fuente de una contundente comida hecha a base de semillas,
grasas y verduras, cocidas al fuego lento de su encendido rincón. Después de
comer y descansar, hablaron; él, del mensaje de su respetable rey, el cual a
través de sus versos manifestaba, la poética pasión que sentía por la tan
enaltecida dama que su mensajero le había descrito con tanta admiración; ella,
de la preocupación que sentía por el
duro viaje que él había hecho para servirla. Quería saber de su trabajo, de sus
gustos y deseos, de sus amores y desamores. Todo lo quería saber de él. Más la
noche y el cansancio emborronaron los discernimientos hasta que no les quedó más remedio que pasar
al estadio del sueño.
A la mañana siguiente, después de un contundente desayuno a base
de leche migada, picatostes y embutidos de orza, propusieron pasear por el
cercano campo compartiendo comentarios, cada uno de sus particulares
conocimientos. Él le hablaba de sus cultivadas flores y árboles ornamentales
que adornaban con olores y colores su estimado jardín. Ella, al paso, le
enseñaba, frutos silvestres de sabroso sabor además de jugosas hierbas comestibles
y medicinales. También le enseñó a distinguir algunas setas buenas de las
malas, a recolectar huevos de aves situados en escondidos nidos, a admirar
las montañas y los valles, y el aire
libre de los espacios abiertos.
El mensajero, no pudo por más que hablarle de sus sentimientos: de
cómo veía su adorable belleza, comparable al tesoro más preciado de su
admiración, y le dijo que su vida ya no sería igual sin ella, y que la quería,
sí, ya no podía callarlo; aunque a la vez le debía una devota obediencia a su
respetado rey, al que no podía defraudar, porque se haría merecedor de su
supremo castigo, ya que su divina majestad era el dueño de sus mensajes.
Entonces Omorfia le dijo, mientras compartía con él una dorada manzana, que no
entendía de mensajes amorosos indirectos que no fueran transmitidos de corazón a corazón; que el amor no podía ser ni obligado ni prohibido, sino
libre. Que solo serán creídos los
mensajes por la nobleza y la sinceridad del mensajero, y que nunca habrá un
digno mensaje verdadero, de amor, de justicia o libertad, sino es trasmitido por un
digno mensajero que esté a su altura.
Las barreras de lo imposible de pronto se rompieron, y los dos
debocados amores se fundieron en un cálido abrazo. Ya no había vuelta atrás.
Aquella noche bendijeron íntimamente su apasionado amor sin apenas descanso,
por lo que no los despertó; ni la alondra, ni el gallo, ni la luz del sol, sino
el hambre, que los obligó a tener que cocinarse algo ligero: un canastillo de
huevos de diferentes aves, revueltos en
una usada sartén, sobre las escasas
brasas que todavía quedaban.
Varios días compartieron íntimamente todos sus actos e intentaron
planear confusamente su complicado futuro. No sabían que hacer, ya que temían a
la justiciera indignación del majestuoso
Makria.
Pasaron algunos días en completa incertidumbre, cuando inesperadamente, un apuesto caballero que
dijo ser emisario del rey, les comunicó el avanzado estado de sospecha de su
alta majestad por la tardanza en recibir noticias de su esperado y prometido
idilio con la elegida Omorfia.
Como las miradas delatoras de los azorados jóvenes, le hicieron
ver el irresistible vinculo que entre ellos se había gestado. Comprendiendo que
solo los podía hacer cambiar, la muerte. Con cautelosa complicidad les dijo que
huyeran rápidamente, antes de que las
consagradas huestes del rey, vinieran con premura para apresarlos. A cambio él
volvería con suma rapidez para decirle a su puntilloso jefe; que no hubo
encuentro con los que al parecer ya habían huido.
Antes de amanecer, aparejaron el caballo y se dispusieron a huir, ligeros de equipaje. Cruzaron llanos
y montañas, evitando los lugares de poca vegetación. Muchos días pasaron con
algún miedo, aunque con mucha esperanza de encontrar un paradisiaco más allá, donde podrían vivir su amorosa
felicidad.
Al fin, después de traspasar una elevada cordillera, claramente
divisora de los dominios del abandonado reino, entraron en una fértil tierra,
idónea para ser el esperado asentamiento de una nueva civilización.
Un país sin jerarcas, donde todos sus habitantes tendrían la
máxima categoría humana. Un pueblo libre y comprometido, en el que no habría
dictadores ni dictados; donde el amor y la vida serían siempre como un jardín de infinitos colores, donde
cada mensajero sería su propio mensaje; respetable y verdadero, con el especial
color que le hiciera ver su particular cristalino. Ya que ninguna persona debe
ser portadora de un mensaje que no lo haya hecho suyo.
-----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------