LO HE LEIDO, LO HE SOÑADO, LO HE VIVIDO..., YA NO LO RECUERDO, QUE MÁS DA.

lunes, 27 de febrero de 2017

La confesión del gitano




Este era un gitano que entró en una iglesia con el ánimo de robar, y al verse sorprendido por el cura, que se encontraba en el confesionario,
“reaccionó de esta manara”

--¡Dios te guarde Pare cura!
¿No sabes a lo que vengo?
a ver si de balde me confiesas
unos pecadillos que tengo.
--Pues…entra para adentro
e híncate de rodillas.
--¡Válame, Pare cura!
eso é mu mala postura,
aquí fuera, Pare cura,
que aquí la cara mu vému.
--Bueno, pues reza el padre nuestro.
--De ezo no cé naíca.
--¿Entonces, como vas a confesar?
--Vaya Pare, menos lio,
si pa confesá hay que rezá,
me najo ponde é venío.
--Bueno hombre, di los pecados que tengas.
--¡Vaya usté a dilatarme!
--¿Tú sabes si el confesor hace eso?
--Y si usté hiciera conmigo,
algún disparate,
lo agarraría del gaznate
y lo dejaría patitiezo.

--Yo tengo unos pecaillos
Regueltos con pecaotes,
unos más grandecillos,
y otros más grandezotes.
Algunos me hacen quisquillas,
Pero… ¡En esto de afanar!
Pernales quedó en mantillas.
  Una mañana trempano
cuando el día estaba saliendo,
me encontré con mi gitana
que ce etaba divertiendo,
con un gachó que beztía
lo mezmico que bizte ozté,
y al verme entrá, ¡mare mia!
se giñó encima el chipé.
  Pero yo no me acojí,
metí mano, y al mono disfrazao,
 por lo alto del tejao,
a la calle lo alargué.
  Ella comenzó a gritar,
y yo, por que no gritara,
le alargué una bofetá
que ce le fueron las quijás.
  Y a los gritos tan infernales
que pegaba el amor mío,
acudieron los Curiales
a recoger los quijales
que antavia no han paecio.
  Y se tiraron a mí,
lo mezmico que chuqueles,
pero yo no me acojí,
metí mano a mis pinreles
y como un rayo zalí.
  Cuando a la calle eché el primer pazo
con un “chute” me encontré
y solo de un puñetazo
sin narices lo ejé.
  Aquello fue má zonao
que en Toleo la campana,
y queé recomendao
pa bailá la cevillana
en el toril de un tablao.
  Desde aquel mizmito día
no me dejaban pará,
y pa ganarme la comía
yo me dediqué a afaná.
  Afané un mulo en Carmona,
una jaquilla en Utrera,
dos burros en Estepona,
y un caballo en Purullena.
  Como de costumbre lo tenía
y valiéndome de mis mañas
en pocos días me hice
hombre de gran importancia,
tratante en caballerías.
  Cuando menos  lo pencé
un juas me traicionó,
metí mano y lo escabellé.
  Y ya como me perceguian,
me dediqué a afanar coza  menúa.
  A un cura mu gordinchón,
de esos que cantan en coro,
al darme su bendición,
le afané una cruz de oro,
tres duros y un medallón.
  A una iglesia fui a rezá
y en un rincón me escondía,
y detrás de mí ce venía
toó lo que había en el altar.
  A una virgen le peí
los pendientes y el anillo,
ella me dijo que cí,
y los cuartos del cepillo
también ce los arrecogí.
  Una noche de aguacero
me recogió un armitaño,
yo no quice hacerle mucho daño,
le afané dos candeleros
y una bandeja de estaño.
  Otro día fui a confesarme,
y me encontré un cura en un prao,
no me quizo confezá
y lo enterré en un cembrao.

  ¿Qué tal mi confición, Pare?
--¡Hombre! Flaqueza de ser humano.
--Ezo yo siempre lo e cío.
--Bueno, ya te puedes marchar.
--No Pare, que me quea una aventura.
--Bueno, pues abreviando.
--Cí Pare, abreviaré.
  Ya zabe ozté que afanando,
la manduca me gané.
  Yo he cío un gitano
mu flamenco y aficionao,
no avío feria ni mercao
en titica la España
que no me halla enamorao,
y una vez que fui a enamorarme
a un pueblo de Estremaura,
no tuve a quien llevarme,
y me llevé el ama de un cura.
--¡Hombre, no esperes la salvación!
¡Poder salvarte no esperes!
--Vaya…Pare, pó cí la entrao quemazón,
pue lo mezmico que ozté
era el que a mí me la quitó;
y me puede perdonar
que como yo quee condenao,
con uzté puedo hacer
como con aquel del prao.
--Bueno, ya te puedes marchar.
--¿Pare y la penitencia?
--Yo por ti la cumpliré.
--Bálame, Pare cura, que buenicimo e ozté.
--¡Bueno, anda con Dios!
--Pare, ni ayer ni hoy e ganao na,
quiro que me dé ozté dó duro
para poderme marchá.
--¡Tómalos y vete ya!
--Bálame que tonto e cío,
he hecho una barbariá,
ci má le hubiera peío,
lo mezmico me lo dá.
  Quée con Dios Pare cura.
--¡A Diós! ¡Que no te vuelva a ver más!
--cí, cuando tenga el zaco lleno
vendré otra vez a confezá.

“Y cuando salía por la puerta
se decía, mirando los dos duros”:

--Vaya, no dirán que no zoy pillo,
qué bien me las e rebuscao,
con dos duros en el bolcillo
y limpio de tos pecaos.


-------------------------------------------------------------------------------------

miércoles, 15 de febrero de 2017

El mensajero





                                                       
  Érase una vez un poderoso rey llamado Makria que vivía en un amplio castillo situado en la cumbre mas alta de sus domineos.

  Todos sus mandatos eran trasmitidos a su pueblo a través de autorizados mensajeros, los cuales en su nombre, dogmatizaban las leyes que incuestionablemente debían cumplirse.

    Como esta dedicación le ocupaba muy poco tiempo, además del distanciamiento respetuoso que le rendían sus devotos súbditos; el alejado rey sufría de una insoportable soledad y un inactivo aburrimiento que le hacían sentirse vacío de sí mismo.

  Muchas noches velaba atosigado por la misma desazón: la de su corazón ansiando degustar los sabores del amor.

  Dio orden a sus mensajeros para que se presentaran ante él  las más angelicales damas de su corte, aunque ante ninguna de ellas sintió el intenso pálpito que necesitaba su real deseo.

  Cansado, el desdichado rey, de la torpe genialidad para el amor de sus distinguidos vasallos, optó por liberarlos de la tarea encomendada, rendido a que ninguno de ellos le sirviera a la altura de su digna persona.

  Así siguió, entre días atormentados por su obsesión y noches de duermevela en las que deliraba soñando con hermosas féminas, sublimes e irreales, semejantes a flores; candorosas y suaves, abiertas y sonrosadas, con sus fragancias naturales; y se enamoraba de sus sueños, aunque al despertar, nuevamente caía en el desencanto de su realidad.

  Una mañana, paseando por su cuidado jardín, le vino a su real entendimiento que quien cuidaba con tan  exquisito saber de aquellas bellas flores, debía de saber elegir con delicado primor a la amada que buscaba. Por lo que llamó a su jardinero.

  Un joven mozo, de  torso desnudo, llamado Asylo, dotado de fuertes miembros y ágil mirada, su piel morena a causa de estar expuesta a soleados exteriores parecía tener dorados brillos metálicos. Todo su ser desprendía hermosura, como si su cuerpo recibiera el alimento de la esencia de su bello jardín.

  La llamada de su majestad Makria, fue inmediatamente atendida por su atenta presencia, adornada con su más servicial sonrisa. Seguidamente le mandó que se vistiera con ropas decentes, aunque no demasiado lujosas y le dijo que bajara a sus lejanos dominios para buscarle la dama cuya belleza superara a las flores que él con tanto acierto cuidaba.

  Anduvo y viajó por todos los caminos y ciudades portando el mensaje de su poderoso señor, de buscarle la digna belleza que su grandeza merecía.

  El paisaje cambiaba, entre arbolados altiplanos y verdes valles, seguramente  cultivados por los esforzados nativos de los lugares que a su paso recorría. Los pequeños caminos a veces embarrados por las chorreras que desde la parte más alta los cruzaban, era difícil proseguirlos sin que sus mal calzados pies, quedaran afectadamente húmedos. No obstante su imperante cometido estaba por encima de cualquier impedimento. Sus cansados sentidos pudieron ver y sentir, dorados amaneceres y puestas de sol; oyeron cantar a la alondra y a la huidiza lechuza; se despertaron con el canto de los gallos y se durmieron con los lejanos ladridos de los perros. Descansaba donde podía; al raso, en cuevas o almiares, y cuando se le acabaron las pocas viandas que traía, tuvo que alimentarse de toda clase de frutos silvestres y de hierbajos dudosamente comestibles.  Muchas lindas doncellas encontró, aunque ninguna le pareció merecedora de ser intensamente amada.

  Al fin de su extenuante  búsqueda, cansado y sediento se acercó a una fuente donde quiso aplacar su sed, cuando de pronto a su lado, descubrió, envuelta en escasas y sencillas ropas, la más dulce hermosura que ni en sueños pudiera haber admirado él.

  Su cuerpo esbelto y cimbreante estaba contorneado por suaves curvas perfectamente situadas; su piel clara y sedosa brillaba con tonos rosados superando al terciopelo de la más bella flor, su cara redonda con muecas simpáticamente infantiles contenía unos grades ojos que invitaban a pasar, mirando,  toda una vida a la orilla de su azul.
  Ella no dejó de sonreír mientras la miraba.  

  Él, embelesado por su hipnotizadora  hermosura, cuando despertó un poco de su trance emocional, se atrevió a preguntarle por su nombre—Omorfia—contestó ella, enseñando el dulce aleteo de sus jugosos labios.

  Entre confuso e iluminado por la belleza de la joven, intentó, balbuceando, comunicarle el encargo de su señor; agregando que había encontrado en ella, el más preciado tesoro que el deseo de su amo merecía. 

  Al preguntarle  si quería recibir alta estima del dueño de su mensaje; ella, absorta en la mirada de su cercano admirador, sin apenas entender su pregunta, asintió, segura de que en la futura eternidad, a todo le diría que sí.

  Como el día amenazaba con terminarse y el aspecto del joven delataba claros síntomas de cansancio y hambre. La bella Omorfia, educada en la nativa costumbre de la hospitalidad, no dudó en invitarle a su humilde morada.

  Una sencilla cabaña de paredes bajas y gruesas seguramente construidas a base de piedras aglutinadas y bastamente enlucidas con una argamasa de barro mezclado con paja, la cubierta era de empinado caballete y de chamiza: atados y cosidos juncos puestos de forma que el agua de la lluvia resbalaba sobre ellos sin mojar el interior. Por dentro era sencilla, apenas tres  compartimentos separados por mamparas fijas, construidas a base de maderos sujetos con ramales y enlucidos con argamasa. En uno de estos compartimentos que era bastante mayor que los otros, sobre la pared principal había hacia arriba construida una chimenea en cuya base se encontraba la pava: una lumbre compuesta de gruesa leña cubierta de basta paja, la cual ralentizaba la combustión  de todo el conjunto. Ésta lumbre podía durar encendida todo el día.

  Allí le invitó a que secara sus ropas y lavara sus pies, ofreciéndole después una sencilla comida basada en algunas codornices y patatas  asadas en las brasas que apartó de la mencionada lumbre, en cuyo derredor, sentados en unas sillas de enea y patas cortas, se calentaban. Poco hablaron, tan solo sonriendo  se miraban mutuamente con admiración.

  A poco de amanecer el siguiente día, el cumplidor mensajero, volvió rápidamente al elevado castillo para informar a su respetable dueño del feliz encuentro;  detallándole minuciosamente todos  los hermosos rasgos de la aspirante a ser elegida por su exclusiva atracción.

  Su altísima majestad, reconociendo en la entusiasmada  explicación de su jardinero, la especial belleza de la elegida dama, no quiso forzar la relación que entre ellos debía de existir,  por lo que evitando emplear su poder, quiso conquistar el amor de la joven a través de poéticos mensajes de enamorado. Así que volvió a mandarlo al encuentro con su potencial amada; siendo ahora portador del sagrado mensaje  que su máxima  jerarquía le había encomendado.

  Nuevamente, el leal Asylo se encaminó hacia su lejano destino, aunque ahora, montado en el mejor caballo de la cuadra real: un brioso corcel, bayo cebruno de levantada cabeza y noble mirada que pronto se adaptó al ágil jinete que con tan suave maña lo guiaba. Trotó y galopó, cortando trochas hacia su conocido destino, percibiendo a la vez un galope interior que espoleaba su excitada premura, la que   apenas le dejaba tiempo para que su forzado caballo tuviera los necesarios descansos que necesitaba su aliento.

  Después de un corto viaje que a él se le hizo largo, divisó con explosiva emoción el pequeño poblado donde habitaba la hermosa  destinataria  de su mensaje. En el corazón de Omorfia, la frecuencia de varios latidos, avisaron de la cercana presencia de un emotivo estimulo cardiaco. Salió fuera alborotada y escuchó el tropel de unos cascos que apresuradamente se acercaban. Su sonrisa se abrió como un amanecer de primavera al verlo llegar, se saludaron tan de cerca que ambos  tuvieron que  sujetar  el mutuo deseo del abrazo. Ella, animada y diligente, guió al recién llegado, para que amarrara y alimentara  en el lugar más idóneo a su cansada montura. A continuación  le facilitó una gran zafa donde podía lavarse las partes más expuestas de su cuerpo. Posteriormente le sirvió una gran fuente de una  contundente comida hecha a base de semillas, grasas y verduras, cocidas al fuego lento de su encendido rincón. Después de comer y descansar, hablaron; él, del mensaje de su respetable rey, el cual a través de sus versos manifestaba, la poética pasión que sentía por la tan enaltecida dama que su mensajero le había descrito con tanta admiración; ella, de la preocupación que sentía  por el duro viaje que él había hecho para servirla. Quería saber de su trabajo, de sus gustos y deseos, de sus amores y desamores. Todo lo quería saber de él. Más la noche y el cansancio emborronaron los discernimientos  hasta que no les quedó más remedio que pasar al estadio del sueño.

  A la mañana siguiente, después de un contundente desayuno a base de leche migada, picatostes y embutidos de orza, propusieron pasear por el cercano campo compartiendo comentarios, cada uno de sus particulares conocimientos. Él le hablaba de sus cultivadas flores y árboles ornamentales que adornaban con olores y colores su estimado jardín. Ella, al paso, le enseñaba, frutos silvestres de sabroso sabor además de jugosas hierbas comestibles y medicinales. También le enseñó a distinguir algunas setas buenas de las malas, a recolectar huevos de aves situados en escondidos nidos, a admirar las  montañas y los valles, y el aire libre de los espacios abiertos.

  El mensajero, no pudo por más que hablarle de sus sentimientos: de cómo veía su adorable belleza, comparable al tesoro más preciado de su admiración, y le dijo que su vida ya no sería igual sin ella, y que la quería, sí, ya no podía callarlo; aunque a la vez le debía una devota obediencia a su respetado rey, al que no podía defraudar, porque se haría merecedor de su supremo castigo, ya que su divina majestad era el dueño de sus mensajes. Entonces Omorfia le dijo, mientras compartía con él una dorada manzana, que no entendía de mensajes amorosos indirectos que no fueran transmitidos  de corazón a corazón; que el amor no  podía ser ni obligado ni prohibido, sino libre. Que  solo serán creídos los mensajes por la nobleza y la sinceridad del mensajero, y que nunca habrá un digno mensaje verdadero, de amor, de  justicia o libertad, sino es trasmitido por un digno mensajero que esté a su altura.

  Las barreras de lo imposible de pronto se rompieron, y los dos debocados amores se fundieron en un cálido abrazo. Ya no había vuelta atrás. Aquella noche bendijeron íntimamente su apasionado amor sin apenas descanso, por lo que no los despertó; ni la alondra, ni el gallo, ni la luz del sol, sino el hambre, que los obligó a tener que cocinarse algo ligero: un canastillo de huevos de diferentes aves, revueltos  en una usada sartén, sobre las  escasas brasas que todavía quedaban.

  Varios días compartieron íntimamente todos sus actos e intentaron planear confusamente su complicado futuro. No sabían que hacer, ya que temían a la justiciera indignación del majestuoso  Makria.

  Pasaron algunos días en completa incertidumbre, cuando  inesperadamente, un apuesto caballero que dijo ser emisario del rey, les comunicó el avanzado estado de sospecha de su alta majestad por la tardanza en recibir noticias de su esperado y prometido idilio con la elegida Omorfia.

  Como las miradas delatoras de los azorados jóvenes, le hicieron ver el irresistible vinculo que entre ellos se había gestado. Comprendiendo que solo los podía hacer cambiar, la muerte. Con cautelosa complicidad les dijo que huyeran rápidamente, antes de que  las consagradas huestes del rey, vinieran con premura para apresarlos. A cambio él volvería con suma rapidez para decirle a su puntilloso jefe; que no hubo encuentro con los que al parecer ya habían huido.

  Antes de amanecer, aparejaron el caballo y se dispusieron  a huir, ligeros de equipaje. Cruzaron llanos y montañas, evitando los lugares de poca vegetación. Muchos días pasaron con algún miedo, aunque con mucha esperanza de encontrar un paradisiaco  más allá, donde podrían vivir su amorosa felicidad.

  Al fin, después de traspasar una elevada cordillera, claramente divisora de los dominios del abandonado reino, entraron en una fértil tierra, idónea para ser el esperado asentamiento de una nueva civilización.

  Un país sin jerarcas, donde todos sus habitantes tendrían la máxima categoría humana.    Un pueblo libre y comprometido, en el que no habría dictadores ni dictados; donde el amor y la vida serían siempre  como un jardín de infinitos colores, donde cada mensajero sería su propio mensaje; respetable y verdadero, con el especial color que le hiciera ver su particular cristalino. Ya que ninguna persona debe ser portadora de un mensaje que no lo haya hecho suyo.






-----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------