Sus ojos somnolientos, al fin decidieron
abrirse. Por las rendijas de la ventana
una cenicienta claridad iluminaba levemente el pequeño cuarto. Ya era hora de
levantarse, pensó. Fuera se sentían los habituales ruidos del laborioso ajetreo
de los mayores.
Se puso la escasa ropa que el cálido clima le
pedía; apenas una camisa raída por el uso y un pantaloncito corto, por algunas
partes, deshilachado. Pasando seguidamente a mojarse ligeramente los ojos en una zafa con agua, un poco
jabonosa y pasarse por su rapado pelo, una vieja lendrera, tan eficaz contra
ciertos habituales parásitos.
Al
salir a la habitación principal, varias voces lo recibieron con cariñosa
recepción.
--¡Hola
Pedrito! ¡Ya era hora!—Comentó su tio, Juan, destacándose sobre los demás.
Pronto pudo desayunar su tazón de leche de cabra con pan migado, el cual engulló con sonoros sorbetones.
--Come tranquilo, niño, que te va a sentar mal.—Le advirtió su preocupada abuela, Antonia, que era muy cariñosa con él.
No esperó mucho, con el último bocado se dispuso a salir fuera, con demasiada rapidez, ya que la deslumbrante luz de la mañana le obligó un momento a cerrar los ojos.
El paisaje tan conocido por él, cada mañana le parecía nuevo: un alargado valle, surcado por un humilde riachuelo, el cual en casi toda su longitud estaba cubierto de espesa vegetación entre la que destacaba: el zarzal, el chopo y la mimbre.
La fértil vega era un mosaico de variados
colores, predominando sobre todos, el verde, procedente de jugosas hortalizas
que parecían sembradas en renglones de color y de sabor. Todo el horizonte estaba rodeado de montañas de mediana altura, en las
que se alternaban cultivos de secano, barbechos, y grandes extensiones de
bosque de encina y quejigo.
Desde la humilde casita situada sobre un
montículo, podía observarse
toda
aquella maravillosa naturaleza, que para los ojos del niño tomaba aspectos de
encantada fantasía.
El
sencillo habitáculo, era tosco y sencillo, aunque disponía de todo lo necesario
para la vida rural; algunas habitaciones
asignadas a vivienda para las personas y
otros compartimentos dedicados para usos diversos como: atrojes, cuadras,
corrales, cochineras y gallineros, los
cuales eran fácilmente reconocibles por su olor.
Mientras que el niño, un poco extasiado,
miraba y aspiraba la aromática belleza que lo envolvía, la conocida voz de su
severo abuelo, sonó autoritariamente a su espalda.
--A
ver, Pedrito, ¿es que se te han olvidado tus tareas?
No se le habían olvidado, sabía que tenía que sacar la cabra, por lo que se puso a la faena; amarró por el cuello a la ordeñada cabra, con el largo cordel que estaba asignado para ella, y la sacó del corral en el que estaba acompañada de su pequeña cría, la cual les siguió obedientemente en libertad. Cuando se encontraba en un cercano barbecho, se dispuso a amarrarla a un elástico matojo de juncos, con el mañoso nudo que con tan sabia habilidad le había enseñado su tío, Juan. Mientras tanto, la chotilla, correteaba y saltaba con jubiloso desenfreno, bastante más interesada en el juego que en la apetitosa hierva que le rodeaba. Porque Pedrito sabía bien los lugares de careo, ya que cada día las cambiaba a zonas de barbecho donde abundara la carihuela, la amapola y la cerraja.
Después de terminada su breve obligación, aprovechó su dilatado tiempo en practicar sus juegos preferidos. Visitó, uno por uno, todos los nidos de diversos pajarillos que tenía disimuladamente señalados, para ver si los huevecitos habían eclosionado, y si así era, para poder ver como las pequeñas crías abrían desmesuradamente sus picos al imitar el sonido de sus padres. También recorrió la cristalina acequia que desde el rio recorría la vega, donde casi siempre encontraba algunos cangrejos, que tan exquisitos sabían asados en las brasas.
Allí no había niños con quien jugar, aunque a él no le importaba, pues se había acostumbrado a inventarse sus propias distracciones, sobre todo la que más le gustaba; que era la de mirar, oler y tocar: la tierra, las plantas y los pequeños animales, que tan abundantemente lo acompañaban.
La tierra olía a maternidad, a veces húmeda;
sencilla de manejar se dejaba acariciar, dispuesta a ser usada para cualquier
juego. Las plantan lucían sus colores de juventud o de madurez, moviendo al
paso sus flexibles tallos a modo de saludo. Mientras que los pájaros:
ruiseñores, totovías, cucos o palomas torcales, alababan con sus cantos la
belleza que solo ellos podían ver.
Sentado
o caminando lentamente por aquellos solitarios parajes, se dedicaba, en
silencio, a absorber todo aquel celestial universo natural que lo rodeaba, y
que junto al susurrante sonido del suave viento sobre las bamboleantes hojas de los árboles; pronto lo llevaban a un
estado de relajada plenitud. Desde el que sentía; que todo lo que le rodeaba
era de su misma naturaleza, de su misma esencia, de su misma identidad. Todo lo
que le rodeaba era él mismo, diversificado en la variedad de lo creado y
sentido. Al acariciar las plantas o los animales, podía sentir que todos eran
prolongaciones íntimas de su expandible ser.
En este trance de conexión espiritual, que él,
en aquel tiempo no cuestionaba; podía sentir que todo le hablaba. Escuchaba sus
dulces historias con placida atención; soñando con los ojos abiertos; y
deseando que aquellos aislados momentos, no acabaran nunca.
Aquella casa, aquellos campos, aquella
naturaleza, eran los apropiados para que el niño Pedrito fuera tan
fantásticamente feliz. Aunque el tiempo lo cambia casi todo.
De
pronto, a mis ojos, se les cambió el sentido de su dirección. Se invirtió la
mágica visión interior, para volver a la
exterior realidad; a la del cuadro. Ese
cuadro que con tanta fidelidad me ha hecho recordar mi lejano pasado. Porque yo
fui aquel niño, aquel niño feliz e imaginativo que tan lejanamente se encuentra
en mi memoria.
Seguramente la policromía de aquel mirar, se fue desgastando con el tiempo,
porque ahora solo me queda una visión,
que no pasa de ver, una escasa variedad de grises. La preocupación constate por
los problemas de la vida, no me dejan tiempo para admirar aquellas pequeñas
cosas que tanto me gustaban. Y cuando intento entrar en aquel dulce éxtasis de mi infancia, ahora, me
duermo.
Todo ha cambiado. Tan solo en los
profundos recuerdos, me puedo aproximar
un poco, a aquellas sensaciones de mi infancia. Aunque siempre necesito un
especial vehículo que me lleve; como un buen libro, una melodiosa música, o un
bello cuadro, como este, que me ha trasportado tan vivamente a mi pasado. Pues
todo en él, es bastante parecido a mis recuerdos: La casa
solariega con varios compartimentos y rodeada de copiosa arboleda; el llano con
sus colores entre verdes y amarillos, propios del verano; y las lejanas
montañas que más bien parecieran sagradas alturas, inasequibles para cualquier
pié humano.
Un cuadro-ventana con vistas adentro, desde el que he podido viajar en el tiempo, en ese gozoso viaje de ida,
que sufro al regreso; por la gran nostalgia que siente este viejo, del niño que
fui en lejano tiempo; aunque mi esperanza, tiene un nuevo aliento; porque si en
mis hondos profundos adentros, a ese niño encuentro, es porque sin duda,
todavía lo tengo.