LO HE LEIDO, LO HE SOÑADO, LO HE VIVIDO..., YA NO LO RECUERDO, QUE MÁS DA.

domingo, 7 de junio de 2020

"No existe el mal"



“No existe el mal”.
Que solo es limitado espejismo de nuestro poco ver,
aislada visión de nuestra particular individualidad.

“No existe el mal”.
Aunque nuestra humana naturaleza nunca lo pueda creer,
porque solo es sombra relativa dependiente de la luz con la que miramos;
sombra, de miedo, desconfianza, desesperanza, ignorancia, soledad, egoísmo, resentimiento u odio. Pudiéndose decir del odio, que realmente es, una reacción interior que acusa la falta de amor recibido.

“No existe el mal”.
Tan solo la falta de conciencia de sentir un “yo”, cada vez más amplio y colectivo; un “yo”, que se vaya abriendo a lo demás; sumando a sí mismo, todo en lo que se va identificando; desde su humilde persona, creciendo hacia lo universal; hacia un “Yos”, plural y diverso, al cual, todo y todos pertenecemos.
Un “Yos” inmortal, en el que los negativos y los positivos siempre suman; ya que todo en Él, es transformación, renovación acompasada y evolutiva de sus correlacionadas partes, las cuales no dejan de relevarse para andar hacia su eterna perfección.
Un “Yos”, en el que el mayor egoísmo se hace amor.

“El mal no existe”, ¡digo yo!,
porque el bien, “es infinito”.

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HIJO DEL MIEDO

 --¡Ten cuidado, niño! ¡Ten cuidado!--
 Me decía aquella mujer, encogida y siempre preocupada.
 --Que tú no sabes lo malo que es el mundo. Si yo te contara...

 Cuando yo era niña, todo era pecado para las mujeres, que debían de ser obedientes y sumisas ante los hombres. Yo siempre tuve miedo de mi padre que nunca me permitió ni siquiera rechistar.
 Eran tiempos difíciles. Teníamos muchas faltas, por culpa decían, de una posguerra que aunque extranjera, también a nosotros nos afectó.
 Había mucha ignorancia, hambre y miedo, sobre todo para las mujeres que sólo teníamos derecho a parir y a trabajar. Mi madre la pobre, sufrió mucho y yo la consolaba a escondidas, para que mi padre no se enterara. Después vino la guerra, la nuestra; que miedo me daban las bombas que silbaban y explotaban, tan cerca.
 A algunas mujeres las pelaban a rapa, por ser madres de jóvenes hijos que fusilaban por rojos, decían.
 ¡Ten cuidado, hijo! Tú nunca destaques en nada; que no se puede uno fiar de nadie. Lo mejor es estar callado que la gente es muy mala.
 Yo he sufrido mucho por tí, porque siempre estabas fuera, cuando yo estaba mala o tú estabas estudiando; que miedo siempre tenía, pensado que te pasara algo. Y ahora, con ese trabajo tan peligroso que has escogido, ¿Es que no había otro mejor? Menos mal, que yo siempre rezo por que no te pase nada.
 ¡Ten cuidado, hijo! Tú nunca te pongas en medio y escóndete, que te pueden matar como a muchos.
--No te preocupes, madre, que yo tengo un buen ángel de la guarda--, le decía, --además, tienes que salir a la calle y distraerte.
--No puedo, hijo mío, la calle es peligrosa y la gente me mira y murmura a mi paso y a mí me da miedo, de que quieran culparme de algo--.

 Así recuerdo a aquella pobre mujer que vivió sin vivir, una vida repleta de sufrimiento por culpa de estar enferma de un miedo generacional y creado por un poder interesado que lo usó como arma principal, y lo sigue usando.

 En cambio yo, que he visto el miedo en las caras de mucha gente y en la guadaña amenazante de cercanos atentados; nunca le he tenido miedo a la muerte; aunque sí a la vida y a sus constantes problemas, de salud, economía o de trabajo que siempre me han estado atosigando.
 Un miedo arraigado en mi negativa visión que siempre destacó lo malo sobre lo bueno; sin duda procedente, de unos heredados genes que como bandadas de grajas, revolotearon siempre en mi cabeza, trayéndome pensamientos de mal agüero.

 Seguramente porque yo, soy hijo de un maternal miedo, del que no puedo
ni renegar.

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LA DIVINA SONRISA

Cuando empezaron a abrirse las primeras flores del almendro, una endeble sonrisa se dispuso a nacer.

Pronto la curiosidad de aquella infantil naturaleza, se dedicó a perseguir a vivos colores de flores y mariposas; y correteando con su eufórica ilusión, buscaba petirrojos y ruiseñores. También le gustaba oler la tierra mojada y el frondoso verdor de los ríos. Y todos sus sorprendentes encuentros hacían que su sonrisa fuera un canto de agradecida felicidad.

Así transcurrieron algunos años de confiado gozo, hasta que aquel vulnerable niño, empezó a sentir el rugido amenazante de contradictorias tormentas y el frío de bajas intemperies. Por lo que asustado, empezó a huir, buscando un refugio seguro, que lo protegiera de aquellas atosigantes inclemencias que parecía que lo perseguían.
No había descanso en aquella carrera, en la que vivió mucho tiempo, buscando sobre una accidentada ruta que le forzó a crecerse de piernas y de astucia, para engañar y disfrazarse, hasta el punto de que ni él se conocía.
Por eso llegó un tiempo en el que cansado de aquella fatigosa existencia, tan solo buscaba descansar en el apartado mundo de sus sueños, donde casi siempre se encontraba con un íntimo niño que con su dulce sonrisa, lo consolaba y lo animaba a seguir caminando con esperanza, por una vida de hermoso destino. Aunque el desencantado peregrino, siempre opinaba con razonados argumentos sobre su absurda existencia, sin sentido.
Más siempre cuando despertaba, sus mezcladas ideas le hacían seguir buscando en el camino de la vida, aunque perdido y sin fuerzas, porque su cuerpo se iba desgastando y arrugando.
Hasta que llegó un día, en el que una cercana presencia con olor a sal, le hizo rendirse a un profundo descanso, en el que se encontró una vez más, con el añorado niño que con tanta dulzura, consolaba su desaliento.

--¡Descansa ya, venerable anciano!--, le dijo.
--No te preocupes, que ya has llegado.
La imprescindible labor de tu lucha, ha creado en tu larvada existencia una hermosa crisálida, cuya metamorfosis, al final nos ha dado a luz. Porque el viaje más largo y productivo, es el camino del encuentro.
Ahora yo, seguiré por ti, llevando siempre la antorcha de tu inolvidable existencia, hacia los infinitos caminos que giran sobre sí mismos, eternamente--.

Seguidamente aquel mágico niño, avanzó sobre las azules aguas del mar, nadando o andando sobre ellas, jugando animosamente a ser pez o gaviota, a ser ola, brisa, lluvia o sol.
Aunque su forma preferida era la de ser: la infantil y divina sonrisa, de Dios.

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